Traducción de Julie Burns
Hace más de sesenta años, un dentista de Cleveland (Estados Unidos) llamado Weston A. Price decidió iniciar una serie de investigaciones que llegarían a ocupar su atención y sus energías durante los próximos diez años. Como profesional con una mente inquisitiva y una naturaleza espiritual, Price se sintió perturbado por lo que encontraba al examinar las bocas de sus pacientes. Era inusual encontrar un adulto sin una proliferación exagerada de caries, con frecuencia acompañada de problemas serios en otras partes del cuerpo, como artritis, osteoporosis, diabetes, malestares intestinales y fatiga crónica (entonces conocida como neurastenia). Pero fue la dentición de sus pacientes más jóvenes lo que más le preocupó. Observó que los dientes apiñados y torcidos se estaban volviendo más y más comunes, junto con lo que Price llamó «deformidades faciales»: sobremordidas, caras estrechas, subdesarrollo de la nariz, falta de desarrollo de los pómulos y fosas nasales contraídas. Sin excepción, estos niños padecían de una o más de las quejas que suenan demasiado familiares a las madres de los años noventa: infecciones frecuentes, alergias, asma, anemia, visión deficiente, falta de coordinación, fatiga y problemas de comportamiento. Price creía que esa «degeneración física» no estaba dentro del plan divino para la humanidad y que los niños deberían crecer libres de enfermedades.
La perplejidad de Price dio a luz una idea única: viajaría a varios lugares aislados del mundo donde sus habitantes no tenían contacto con la «civilización» para estudiar su salud y desarrollo físico. Sus investigaciones lo llevaron a aldeas suizas aisladas y a una isla azotada por el viento frente a la costa de Escocia. Estudió a los esquimales tradicionales, a tribus indias en Canadá y en las regiones pantanosas de Florida, a los isleños de los mares del sur, a los aborígenes de Australia, a los maoríes en Nueva Zelanda, a indios peruanos y amazónicos y algunas tribus de África. Llevó a cabo estas investigaciones en una época en la que aún existían grupos humanos no afectados por las invenciones modernas; pero fue una de ellas, la cámara fotográfica, la que le permitió a Price crear un archivo permanente de las personas estudiadas. Las fotografías que tomó, las descripciones de lo que encontró y sus sorprendentes conclusiones han sido preservadas en un libro que muchos investigadores nutricionales que siguieron sus pasos consideran una obra maestra: Nutrition and Physical Degeneration (Nutrición y degeneración física). Sin embargo, este compendio de sabiduría ancestral es casi desconocido por la comunidad médica actual y por los padres modernos.
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Nutrition and Physical Degeneration es el tipo de libro que cambia la manera en que la gente percibe el mundo. Nadie puede observar sus hermosas fotografías de personas supuestamente primitivas —caras anchas, bien formadas y nobles— sin darse cuenta de que hay un problema serio con el desarrollo de los niños modernos. En cada área aislada que visitó, Price encontró tribus o aldeas donde cada individuo mostraba una perfección física genuina. En estos grupos, las caries dentales eran raras y el apiñamiento y las oclusiones dentales —el tipo de problemas que financian los yates y las casas de vacaciones de los ortodoncistas estadounidenses— no existían. Price tomó fotografía tras fotografía de hermosas sonrisas, y observó que los nativos se mostraban siempre alegres y optimistas. Además, se caracterizaban por un «desarrollo físico espléndido» y una ausencia casi total de enfermedades, incluso quienes vivían en entornos extremadamente severos.
El hecho de que esas personas «primitivas» exhibieran a menudo un alto grado de perfección física y hermosos dientes blancos y rectos no era desconocido para otros investigadores de aquella época. La explicación aceptada era que estas personas eran «racialmente puras» y que los desafortunados cambios en la estructura facial se debían a la «mezcla de razas». Para Price esta teoría era inaceptable. Los grupos que estudió con frecuencia vivían cerca de grupos racialmente parecidos que habían tenido contacto con comerciantes o misioneros y que habían abandonado su dieta tradicional por los alimentos disponibles en las tiendas recién establecidas —azúcar, cereales refinados, comidas enlatadas, leche pasteurizada, y grasas y aceites desvitalizados—, lo que Price llamaba «alimentos sustitutos del comercio moderno». En estos pueblos encontró caries dentales generalizadas, enfermedades infecciosas y afecciones degenerativas. Los niños nacidos de padres que habían adoptado la supuesta «dieta civilizada» tenían dientes apiñados o torcidos, caras estrechas, deformidades de la estructura ósea y era menos inmunes a la enfermedad. Price llegó a la conclusión de que la raza no tenía nada que ver con estos cambios, y señaló que la degeneración física ocurría en los hijos de padres nativos que habían adoptado la dieta del hombre blanco, mientras que los niños de razas mixtas cuyos padres habían consumido comidas tradicionales nacían con caras anchas y hermosas y con los dientes rectos.
Las dietas de los «primitivos» saludables que Price estudió eran muy diferentes: en la aldea suiza donde Price comenzó sus investigaciones, los habitantes vivían a base de contundentes productos lácteos —leche sin pasteurizar, mantequilla, nata y queso—, pan de centeno denso, ocasionalmente carne, sopas de caldo de hueso y las pocas verduras que podían cultivar durante los cortos meses del verano. Los niños nunca se cepillaban los dientes —de hecho, sus dientes estaban cubiertos con una especie de baba verde—, pero Price encontró que solo un 1 % de los dientes tenía caries. Los niños andaban descalzos por riachuelos helados en un clima en el que el doctor Price y su esposa necesitaban vestir gruesos abrigos de lana; sin embargo, las enfermedades infantiles eran prácticamente inexistentes y nunca había habido un solo caso de tuberculosis en la aldea. Los robustos pescadores que vivían en la costa de Escocia no consumían ningún producto lácteo. El pescado formaba la base de su dieta, junto con avena cocida en papilla y tortas de avena. Las cabezas de pescado rellenas de avena e hígado de pescado picado eran un plato tradicional que se consideraba muy importante para los niños. La dieta esquimal, compuesta sobre todo por pescado, huevas de pescado y animales marinos, incluidos el aceite de foca y la grasa, permitía que las madres esquimales parieran niño tras niño, a cuál más saludable, sin problemas de salud ni caries dentales.
Los musculosos cazadores-recolectores de Canadá, de los pantanos de Florida, del Amazonas, Australia y África consumían animales de caza, sobre todo las partes que las personas civilizadas tienden a evitar —vísceras, glándulas, sangre, tuétano y particularmente las glándulas suprarrenales—, así como una variedad de cereales, tubérculos, vegetales y frutas disponibles. Las tribus africanas que criaban ganado vacuno, como los masáis, no consumían ningún alimento vegetal, solo carne, sangre y leche. Los isleños del Pacífico sur y los maoríes de Nueva Zelanda comían todo tipo de productos del mar —peces, tiburones, pulpos, mariscos, lombrices marinas— junto con carne y grasa de cerdo y una variedad de vegetales que incluían el coco, la yuca y fruta. Toda vez que podían, estas comunidades aisladas obtenían alimentos del mar —incluso las tribus indígenas que vivían en lo más alto de los Andes—. Estos grupos valoraban mucho las huevas de pescado, disponibles en forma desecada en las aldeas andinas más remotas. Los insectos eran otro alimento común, excepto en la región ártica. Los alimentos que permiten que personas de todas las razas y todos los climas permanezcan saludables son alimentos de alta carga nutritiva —carne con su grasa, vísceras, productos lácteos enteros, pescado, insectos, cereales integrales, tubérculos, verduras y frutas—, y no las invenciones modernas hechas con azúcar blanca, harina refinada y aceites vegetales rancios y químicamente alterados.
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[Pie de foto:] Las fotografías del doctor Price demuestran la diferencia en la estructura facial entre aquellos que consumen sus dietas nativas y aquellos cuyos padres han adoptado las dietas «civilizadas» a base de alimentos procesados y desvitalizados. La niña seminola «primitiva» (izquierda) y el niño samoano (tercero de la izquierda) tienen caras anchas y hermosas con bastante lugar para sus arcos dentales. La niña seminola «modernizada» (segunda de la izquierda) y el niño samoano (derecha), nacidos de padres que habían abandonado sus dietas tradicionales, tienen caras estrechas, dientes apiñados y una inmunidad reducida contra la enfermedad.
Price se llevó muestras de los alimentos nativos a su casa de Cleveland y los estudió en su laboratorio. Encontró que esas dietas contenían al menos cuatro veces más minerales y vitaminas solubles en agua —vitamina C y las vitaminas del complejo B— que la dieta estadounidense de entonces. No cabe duda de que Price encontraría una discrepancia aún mayor en la década de 1990, debido al continuo agotamiento de los suelos causado por las prácticas agrícolas industriales. Además, las poblaciones tradicionales preparaban los cereales y tubérculos de manera que aumentaban su contenido vitamínico y hacían más disponibles sus minerales: mediante el remojo, la fermentación, la germinación y las masas madre.
Pero la verdadera sorpresa llegó cuando Price analizó las vitaminas liposolubles. ¡Las dietas de los grupos nativos saludables contenían por lo menos diez veces más vitamina A y vitamina D que la dieta estadounidense de su época! Estas vitaminas solo se encuentran en las grasas animales: mantequilla, manteca de cerdo, yemas de huevo, aceites de pescado y alimentos con membranas celulares ricas en grasa, como el hígado y otras vísceras, huevas de pescado y mariscos.
Price se refería a las vitaminas liposolubles como «catalizadores» o «activadores», de las cuales dependía la asimilación de todos los demás nutrientes: proteínas, minerales y vitaminas. En otras palabras, sin los nutrientes que se encuentran en las grasas animales, todos los demás nutrientes se desperdician.
Price también descubrió otra vitamina soluble en grasa aún más poderosa para la absorción de nutrientes que las vitaminas A y D. Lo llamó «Activador X» (ahora se cree que es la vitamina K2). Todos los grupos saludables que Price estudió tenían el Factor X en sus dietas. Se encontraba en algunos alimentos especiales que esas comunidades consideraban sagrados: aceite de hígado de bacalao, huevas de pescado, vísceras y una mantequilla de color amarillo oscuro que obtenían en primavera y otoño de vacas que comían pasto verde en crecimiento rápido. Cuando se derretían las nieves y las vacas subían a los ricos pastos de altura, los aldeanos suizos colocaban un tazón de esta mantequilla en el altar de la iglesia y la prendían con una mecha. Los masáis les prendían fuego a los campos amarillos para que creciera el nuevo pasto para sus vacas. Los cazadores-recolectores siempre se comían las vísceras de los animales que mataban, con frecuencia crudas. Muchas tribus africanas consideraban el hígado como algo sagrado. Los esquimales y muchas tribus indias americanas valoraban mucho las huevas de pescado.
El valor terapéutico de alimentos ricos en el Factor X fue reconocido durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Price descubrió que la acción de la mantequilla de la primavera y del otoño, tan rica en vitaminas, era mágica, especialmente en una dieta que incluyera pequeñas dosis de aceite de hígado de bacalao. Utilizó la combinación de mantequilla con alto contenido de vitaminas y aceite de hígado de bacalao con sumo éxito para tratar osteoporosis, caries, artritis, raquitismo y crecimiento retardado en niños.
Otros investigadores tuvieron mucho éxito al usar esos alimentos en el tratamiento de enfermedades respiratorias como la tuberculosis, el asma, las alergias y el enfisema. Uno de ellos fue Frances Pottenger cuyo sanatorio en Monrovia, California, servía cantidades generosas de hígado, nata, mantequilla y huevos a sus pacientes convalecientes. También les suministraba suplementos de corteza suprarrenal para tratar el agotamiento.
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El doctor Price observó que por lo general los «primitivos» saludables, cuyas dietas contenían nutrientes adecuados procedentes de proteínas y grasas animales, tenían una actitud alegre y positiva ante la vida. Asimismo, constató que los internados en cárceles y psiquiátricos mostraban deformidades faciales que indicaban deficiencias nutricionales prenatales.
Al igual que Price, Francis M. Pottenger también era investigador. Uno de sus experimentos consistió en realizar una adrenalectomía en gatos, a los que después les dio de comer el extracto de la corteza suprarrenal que preparaba para sus pacientes con el fin de determinar su efectividad. Desafortunadamente, la mayoría de los gatos murió durante la cirugía. Diseñó un experimento en que un grupo de gatos recibía solo leche cruda y carne cruda, mientras que otros grupos tomaban distintas proporciones de leche pasteurizada y carne cocida. Descubrió que solo los gatos con la dieta totalmente cruda sobrevivieron la adrenalectomía, y a medida que avanzaba su investigación, constató que solo el grupo de dieta cruda siguió con buena salud generación tras generación: tenían una estructura ósea excelente, estaban libres de parásitos y plagas, gozaban de gestaciones fáciles y de un carácter agradable. Todos los grupos con dieta parcialmente cocida desarrollaron las «deformidades faciales» que Price había descrito en grupos humanos que consumían los “alimentos sustitutos del comercio moderno”: caras estrechas, mandíbulas apiñadas, huesos frágiles y ligamentos debilitados. Estaban plagados de parásitos, desarrollaron una multitud de enfermedades y tuvieron gestaciones difíciles. Las gatas hembras se volvieron agresivas mientras que los gatos se hicieron más dóciles. Después de solo tres generaciones, los animales jóvenes murieron antes de llegar a ser adultos y la reproducción cesó.
Los resultados de los experimentos de Pottenger con gatos son malinterpretados con frecuencia. No implican que los seres humanos solo deban comer alimentos crudos; los humanos no son gatos. En todos los grupos saludables que Price estudió, una parte de la dieta era cocinada (los productos lácteos, sin embargo, casi siempre se consumían crudos). Los hallazgos de Pottenger deben entenderse en el contexto de las investigaciones de Price y pueden interpretarse de la siguiente manera: cuando la dieta humana provoca «deformidades faciales», como el estrechamiento progresivo de la cara y el apiñamiento de los dientes, se producirá la extinción si se sigue esa dieta durante varias generaciones. Así, las implicaciones para la civilización occidental, obsesionada con comidas refinadas, altamente endulzadas y productos bajos en grasa, serán graves.
Las investigaciones de Weston Price no son malinterpretadas pero sí ignoradas. En un país donde las instituciones ortodoxas de la salud condenan las grasas saturadas y el colesterol de origen animal, y donde las máquinas expendedoras forman parte del mobiliario de nuestras escuelas, ¿quién va a querer escuchar a un dentista viajero que advirtió sobre los peligros del azúcar y de la harina blanca, que pensaba que los niños deberían tomar aceite de hígado de bacalao y que creía que la mantequilla era el alimento más saludable que existe?
La ironía es que a medida que se olvida cada vez más a Price, aparecen más y más investigaciones en la literatura científica que prueban que tenía razón. Ahora sabemos que la vitamina A es esencial para la prevención de anomalías congénitas, para el crecimiento y el desarrollo, para la salud del sistema inmunológico y para el buen funcionamiento de todas las glándulas. Los científicos han descubierto que los lactantes y los niños no son capaces de convertir los precursores de la vitamina A, los carotenos que se encuentran en los alimentos vegetales, en verdadera vitamina A, y que deben obtener su suministro de este vital nutriente de las grasas animales. Aún así, ahora los expertos nutricionistas ortodoxos promueven dietas bajas en grasa para los niños. Los diabéticos y las personas con afecciones tiroideas tampoco pueden convertir los carotenos a la forma liposoluble de la vitamina A, y sin embargo, se les dice que eviten las grasas animales.
La literatura científica nos dice que la vitamina D es necesaria no solo para tener huesos saludables y un crecimiento y desarrollo óptimos, sino también para prevenir el cáncer del colon, la esclerosis múltiple y problemas reproductivos.
El aceite de hígado de bacalao es una fuente excelente de vitamina D. Ese aceite también contiene grasas especiales llamadas EPA (ácido eicosapentaenoico) y DHA (ácido docosahexaenoico). El cuerpo usa el EPA para crear sustancias que ayudan a prevenir coágulos sanguíneos y que regulan una multitud de procesos bioquímicos. Investigaciones recientes demuestran que el DHA es esencial para el desarrollo del cerebro y del sistema nervioso. Una cantidad adecuada de DHA en la dieta de la madre es necesaria para el desarrollo adecuado de la retina del feto. El DHA en la leche materna ayuda a prevenir trastornos del aprendizaje. El aceite de hígado de bacalao y alimentos como el hígado y la yema de huevo proveen este nutriente esencial para el feto en su desarrollo, para los lactantes y para los niños en etapa de crecimiento.
La mantequilla contiene tanto vitamina A como vitamina D, además de otras sustancias beneficiosas. El ácido linoleico conjugado en la grasa de la leche ofrece una poderosa protección contra el cáncer. Ciertas grasas llamadas glucoesfingolípidos ayudan en la digestión. La mantequilla es rica en oligoelementos, y la mantequilla de color amarillo de la primavera y del otoño contiene el Factor X.
Las grasas saturadas de origen animal —descritas como el enemigo— forman una parte importante de la membrana celular; protegen el sistema inmunológico y mejoran la utilización de ácidos grasos esenciales. Son necesarias para el desarrollo adecuado del cerebro y del sistema nervioso. Ciertos tipos de grasa saturadas proporcionan energía rápida y protegen contra microorganismos patógenos en el tracto intestinal; otros tipos aportan energía al corazón.
El colesterol es esencial para el desarrollo del cerebro y del sistema nervioso del lactante, tanto es así que la leche materna no solo es extremadamente rica en esta sustancia, sino que también contiene enzimas especiales que potencian la absorción del colesterol en el intestino. El colesterol es la sustancia reparadora del cuerpo: cuando las arterias se debilitan o irritan, el colesterol interviene para repararlas y prevenir aneurismas. El colesterol es un poderoso antioxidante que protege al cuerpo contra el cáncer; es el precursor de las sales biliares, necesarias para la digestión de las grasas, y a partir de él se forman las hormonas suprarrenales, las que nos ayudan a lidiar con el estrés y las que regulan la función sexual.
La literatura científica es igualmente clara acerca de los peligros de los aceites vegetales poliinsaturados, el tipo que supuestamente es bueno para nosotros. Debido a que los poliinsaturados son muy propensos al enranciamiento, aumentan la necesidad del cuerpo de vitamina E y otros antioxidantes (en particular el aceite de colza puede crear una deficiencia severa de vitamina E). El consumo excesivo de aceites vegetales es especialmente dañino para los órganos reproductivos y los pulmones, dos tipos de cáncer cuya incidencia a aumentado enormemente en Estados Unidos. En experimentos con animales, se observó que las dietas altas en poliinsaturados provenientes de aceites vegetales inhiben la capacidad de aprendizaje, especialmente bajo condiciones de estrés; son tóxicos para el hígado; ponen en peligro la integridad del sistema inmunológico; inhiben el crecimiento físico y mental de los lactantes; aumentan los niveles de ácido úrico en la sangre; causan anormalidades en el perfil de ácidos grasos de los tejidos adiposos; han sido vinculados al deterioro mental y a daños cromosómicos, y aceleran el envejecimiento.
El consumo excesivo de poliinsaturados está asociado con aumentos en las tasas de cáncer, enfermedades del corazón y aumento de peso; el uso excesivo de aceites vegetales comerciales interfiere con la producción de prostaglandinas, hormonas localizadas en los tejidos, lo cual conlleva a una gran variedad de afecciones, tales como enfermedades autoinmunes, esterilidad y síndrome premenstrual. Los aceites vegetales son más tóxicos cuando se calientan. Un estudio concluyó que los poliinsaturados se convierten en barniz en los intestinos. Otro estudio, realizado por un cirujano plástico, reveló que las mujeres que consumían principalmente aceites vegetales tenían muchas más arrugas que las que consumían grasas animales tradicionales.
Cuando los aceites poliinsaturados se solidifican para producir margarina y manteca vegetal mediante un proceso llamado hidrogenación, sus efectos negativos en la incidencia de cáncer, problemas reproductivos, incapacidades de aprendizaje y problemas de crecimiento en los niños se multiplican.
Las trascendentales investigaciones de Weston Price permanecen en gran parte olvidadas porque si la población en general reconociese la importancia de sus hallazgos, se vendría abajo la mayor industria de Estados Unidos: las procesadoras de alimentos y sus tres pilares de apoyo: los endulzantes refinados, la harina blanca y los aceites vegetales. Los representantes de estas industrias han trabajado entre bastidores para construir los sólidos cimientos de la «hipótesis de los lípidos»: la teoría insostenible de que las grasas saturadas y el colesterol causan enfermedades cardíacas y cáncer. Solo hay que ver las estadísticas para saber que esto no es cierto. Al comienzo del siglo xx, el consumo de mantequilla era de algo más de ocho kilogramos por persona al año y el uso de aceites vegetales era casi inexistente; sin embargo, la enfermedad cardiaca y el cáncer eran raros. Hoy en día el consumo de mantequilla solo es de dos kilos escasos por persona al año, mientras que el consumo de aceite vegetal se ha elevado, y el cáncer y la enfermedad cardíaca son endémicos.
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[Pie de foto:] El doctor Weston Price descubrió que las tribus saludables proporcionaban alimentos especiales a los padres antes de la concepción y durante el embarazo, así como a los niños durante sus años de crecimiento. Sus análisis mostraron que esos alimentos eran excepcionalmente ricos en los nutrientes liposolubles que solo se encuentran en las grasas animales, tales como la mantequilla y los aceites marinos. Nuestras prácticas médicas occidentales palidecen en comparación con la tradición «primitiva» universal de proporcionar alimentos altamente nutritivos a las mujeres embarazadas y a los niños en etapa de crecimiento.
Lo que las investigaciones muestran realmente es que tanto los carbohidratos refinados como los aceites vegetales causan desequilibrios en la sangre y a nivel celular que provocan una tendencia mayor a la formación de coágulos sanguíneos, lo cual a su vez provoca infarto de miocardio. Este tipo de enfermedad cardíaca era prácticamente desconocida en Estados Unidos en 1900. Hoy en día ha alcanzado niveles de epidemia. La ateroesclerosis, o acumulación de placas sólidas en las paredes de las arterias, no puede atribuirse a las grasas saturadas o al colesterol. Una parte ínfima del material que forma esas placas es colesterol, y un estudio de 1994 publicado en la revista The Lancet demostró que casi tres cuartos de la grasa presente en las obstrucciones arteriales es grasa no saturada. Las grasas que obstruyen las arterias no son grasas animales sino los aceites vegetales.
La hipótesis de los lípidos se fundamenta en la premisa de que los alimentos tradicionales de nuestros antepasados —mantequilla, nata, huevos, hígado, carne y huevas de pescado—, que Price reconoció como necesarios para producir un «desarrollo físico espléndido», son malos para nosotros. Una serie de estratagemas han servido para arraigar esta noción en la conciencia de la gente; entre ellas destaca el Programa Nacional de Educación sobre el Colesterol (NCEP, por sus siglas en inglés), por medio del cual cada médico de Estados Unidos recibió un dosier de «información» sobre el colesterol y las enfermedades del corazón, pagado con los impuestos de los ciudadanos. Como la American Pharmaceutical Association (Asociación estadounidense de farmacéuticos) participó en el comité de coordinación de este programa masivo, no es sorprendente que el dosier instruyera a los médicos sobre las formas de evaluar los niveles de colesterol en sangre, y sobre qué medicamentos recetar a los pacientes cuyos niveles de colesterol los ponían «en riesgo»: una categoría definida arbitrariamente para cualquier persona con más de 200 mg/dl de colesterol, que equivale a la gran mayoría de la población adulta.
Los médicos recibieron formación sobre la «dieta prudente», baja en grasas saturadas y colesterol, indicada para las personas «en riesgo», a pesar de que los estudios mostraban que tales dietas no ofrecían ninguna protección significativa contra la enfermedad cardíaca. Sin embargo, estaban asociadas a un aumento en la mortalidad debida al cáncer, las enfermedades intestinales, los accidentes, el suicidio y la embolia cerebral. Una recomendación específica incluida en el dosier de información del NCEP fue el reemplazo de la mantequilla por la margarina.
En 1990, dos generaciones después de que Weston Price concibiera la idea de estudiar grupos de personas en entornos aislados y no-industrializados con el objetivo de aprender a proporcionar una buena salud a nuestros niños, el NCEP recomendó la «dieta prudente» para todos los estadounidenses mayores de dos años. La supuesta ventaja de tal dieta consiste en la reducción del riesgo de padecer enfermedad cardíaca a edades más avanzadas, aunque ni un solo estudio ha demostrado que tal hipótesis se sostenga. Lo que la literatura científica si nos dice es que las dietas bajas en grasa para los niños, o las dietas en las que los aceites vegetales han sustituido a las grasas animales, provocan retrasos en el desarrollo —incapacidad para crecer fuertes y sanos—, así como discapacidades de aprendizaje, mayor susceptibilidad a las infecciones y problemas de comportamiento. Las adolescentes que siguen esta dieta corren el riesgo de padecer problemas reproductivos. Si logran concebir, tienen una alta probabilidad de dar a luz a bebés con bajo peso o con defectos congénitos.
[Pie de foto:] Estas dos hermosas jóvenes nacieron de madres cuya nutrición no había sido óptima durante sus años de crecimiento. Sin embargo, pudieron revertir la tendencia a la degeneración física consumiendo una dieta rica durante sus embarazos y alimentando a sus hijas con alimentos ricos en nutrientes que incluían proteínas animales, productos lácteos enteros, mantequilla, cereales integrales, frutas y verduras frescas y aceite de hígado de bacalao. Esta dieta permitió que estas jóvenes alcanzaran su potencial genético óptimo. Ambas madres padecían de dientes apiñados, mientras que las dos jóvenes de la fotografía tienen dientes naturalmente rectos, sin necesidad de ortodoncia.
En comparación con este disparate, la sabiduría empleada por los llamados «primitivos» para garantizar la salud de sus hijos inspiró la admiración de Weston Price y de todos los que han leído su libro. En numerosas ocasiones documentó que los grupos tribales, especialmente los de África y el Pacífico sur, proporcionaban alimentos especiales a los jóvenes de ambos sexos antes de la concepción, a las mujeres durante el embarazo y durante la lactancia, y a los niños durante sus años de crecimiento. Cuando examinó esos alimentos —hígado, mariscos, vísceras y mantequilla de color amarillo intenso— descubrió que eran extremadamente ricos en «activadores liposolubles»: las vitaminas A, D y el Factor X. Las mujeres lactantes consumían preparaciones especiales de cereales remojados con alto contenido mineral, especialmente mijo y quinoa, para aumentar la cantidad de leche.
Price también descubrió que muchas tribus espaciaban la concepción de los hijos para permitir que las madres recuperaran sus reservas de nutrientes, y asegurarse de que los siguientes niños estuvieran tan sanos como el primero. Esto lo lograban mediante un sistema de esposas múltiples, o en el caso de culturas monógamas, de la abstinencia deliberada. Tres años se consideraban el tiempo mínimo necesario entre hijos de la misma madre; menos tiempo suponía la vergüenza de los padres y la deshonra de la aldea.
La educación de los jóvenes en estas tribus incluía conocimientos sobre las tradiciones dietéticas, con el objetivo de garantizar la salud de las generaciones futuras y la continuidad de la tribu ante el reto constante de encontrar comida y defender el grupo contra vecinos en guerra.
Los padres modernos, que viven en tiempos de paz y abundancia, se enfrentan a un desafío muy diferente: el del discernimiento y la astucia. Necesitan discernir entre la hipérbole y la verdad a la hora de elegir los alimentos para sí mismos y su familia, y han de ser astutos para proteger a sus hijos contra los productos del comercio moderno que evitan la expresión óptima de su herencia genética: productos hechos a base de azúcar, harina blanca, aceites vegetales y otros que imitan a los alimentos que nutrían a nuestros antepasados, como son la margarina y manteca vegetales, los sustitutos del huevo, los extensores cárnicos, los caldos artificiales, los sustitutos de la nata, los quesos procesados, las carnes y vegetales de producción industrial, las proteínas en polvo y los productos empaquetados que nunca se estropean.
Para un futuro de niños saludables —o para cualquier clase de futuro— debemos dar la espalda a los consejos dietéticos de la sofisticada ortodoxia médica y volver a la sabiduría nutricional de nuestros antepasados supuestamente primitivos, seleccionando alimentos integrales tradicionales, ecológicos, que respeten el bienestar animal, mínimamente procesados y, sobre todo, que conserven su parte grasa intacta.
Cuando los hijos están espaciados correctamente, y se presta atención a la dieta de ambos padres antes de la concepción y a la de los niños durante su etapa de crecimiento y desarrollo, todos los niños en la familia pueden gozar de una buena salud que les permita disfrutar de una niñez tranquila, y de la energía y la inteligencia que necesitan para alcanzar el máximo potencial como adultos.
Acerca de Sally Fallon
Sally Fallon es la autora, junto con Mary G. Enig, de Nourishing traditions. The cookbook that challenges politically correct nutrition and the diet dictocrats (Tradiciones culinarias. Libérate de la nutrición políticamente correcta y de sus dietas, pronto publicado en español por la editorial Diente de León), una provocativa guía de la alimentación tradicional con un mensaje asombroso: las grasas animales y el colesterol no son nuestros enemigos sino factores vitales en la dieta, necesarios para un crecimiento normal, un funcionamiento adecuado del cerebro y del sistema nervioso, la protección contra las enfermedades y unos niveles óptimos de energía.
También con la doctora Enig, Sally Fallon escribió Eat fat, lose fat (Coma grasa, pierda grasa), y es autora de numerosos artículos sobre dieta y salud. Presidenta de la Fundación Weston A. Price y promotora de «Una campaña por la leche de verdad» («A Campaign for Real Milk»), Fallon también es periodista, chef, investigadora nutricional, ama de casa y activista. Sus cuatro hijos gozan de buena salud y fueron criados con alimentos nutritivos, incluyendo la mantequilla, la nata, los huevos y la carne.
Copyright: ©1999 Sally Fallon. Todos los derechos reservados. Primera edición original en inglés, publicada en The Journal of Family Life, (518) 432-1578.
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